Aventis.
Emiro
vera suárez
Desde
los años 80, Perú viene teniendo una historia que narra la injerencia del
narcotráfico en la política. No es algo nuevo. Lo que puede estar sucediendo
hoy, es que la cobertura de estos casos en los medios que afecta la percepción
ciudadana. Perú y Bolivia son los primeros productores
mundiales de hoja de coca y según fuentes internacionales, no ratificadas
por el Gobierno, también los mayores productores de cocaína. Según
un informe publicado a inicios de este mes por El Comercio, en Perú se produce
al año 400 toneladas de cocaína pura y el narcotráfico mueve 6,500 millones de
dólares, entre la comercialización de los narcóticos y el patrimonio adquirido
con el dinero ilícito.
Ya
no es cuestión de ideología, es cuestión de saber dirigir un comando y
destabilizar plazas políticas, el pensamiento en Latinoamérica ya no es de
ideas, representa una comisura de lambucios que luchan por los anaqueles en los
mercados y no dejar frutos al vecindario.
Los
partidos políticos de oposición viven una democracia interna de baja calidad en
España, reflejada en la crisis de credibilidad y liderazgo de organizaciones
concebidas como “instrumento fundamental para la participación” y cuya
“estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”, según la
Constitución. Pero, sus dirigentes buscan es dañar la República en su
estructura. Hacen falta reformas muy serias para empezar a recorrer el camino
que haga verdad esas premisas y contribuya a restablecer la confianza en las
instituciones.
Perú
y Colombia estimulan la no credibilidad en la estructura del Estado, como tal.
Los
líderes deben abrirse a la competencia política y caminar los barrios, muchos desean cargos internos, pero no
comparten la militancia con sus compañeros. La crisis de credibilidad en las
instituciones, el deterioro de los partidos tradicionales y el empuje de los
emergentes marcan la caducidad del procedimiento tradicional. Negociar una
legislación de partidos llevará tiempo, pero el objetivo de democratizarlos y
ponerlos al servicio de los ciudadanos es irrenunciable. Lograrlo sería una
pequeña revolución. Y quienes hacen revolución en nuestros días.
El
escritor Juan Carlos Galdo (Lima, 1968) ha incursionado en el ensayo y en la
narrativa, con los libros Alegoría y nación en la novela peruana del siglo XX
(2008) y la novela Estación Cuzco (2009), respectivamente. Doctor en Literatura
y radicado desde hace diez años en Estados Unidos (es docente en la Texas
A&M University), Galdo regresa cada cierto tiempo al Perú. Fruto de una de
esas visitas es el libro Caminos de piedra y agua. Un viaje por Puno (Peisa,
2014), en el que retoma la tradición de los “libros de viaje”, esa peculiar
combinación de narrativa, testimonio y ensayo. Galdo viajó a Puno, en 2007,
para recoger información sobre Gamaliel Churata —seudónimo del escritor Arturo
Peralta (1897-1969), pero llegó en un momento de agitación social (huelgas y
bloqueos de carreteras). Aunque la investigación se frustró, el escritor
aprovechó para recorrer el llamado “corredor cultural aimara” (orilla
suroriental del lago Titicaca), conversando con las personas que encontraba a
su paso. Además Galdo descubre que está repitiendo el recorrido que hizo el
funcionario Garci Diez de San Miguel en 1567, y que narró en un detallado
informe al rey. Yunguyo, Juli, Zepita, Pomata y Ácora son algunos de los
poblados en los que Galdo recoge las historias que cuentan los lugareños —en
especial intelectuales, escritores y artistas—, y en las que los sucesos reales
conviven con mitos populares y fantasías de todo tipo. A eso se suman los
testimonios personales del autor (descripciones y reflexiones) y el constante
diálogo con el texto del siglo XVI. Todo ello hace de Caminos de piedra y agua
un libro interesante, una acertada actualización de este viejo género literario.
Ojala,
nuestros diputados caminasen las calles de nuestros pueblos y fuesen duchos en
el camino que se recorre.
La antigua
categorización de Primer y Tercer mundo, de donantes y mendigos, de líderes y
seguidores ya no puede seguir vigente. Desde el discurso hegemónico se generan
conceptos que contribuyen a continuar la dominación de los eternos dominados,
de los menos poderosos ubicados en esa tercera posición del podio mundial. Hay
que romper antiguos paradigmas que legitiman la desigualdad. Entender que solo
existe un mundo. Ni primero, ni segundo ni tercero, solo uno. Con los mismos
océanos, árboles, montañas, aire y el mismo sol. Un mundo a donde deben caber
todos los mundos sin orden de prioridad. Un mundo a donde puedan caber el
pueblo y los ricos-
Asia, África y
América Latina poco avanzaron tecnológicamente, con economías dependientes de
la exportación de productos agrícolas y materias primas, altas tasas de
analfabetismo, crecimiento demográfico galopante y gran inestabilidad política.
Estos países que se habían independizado de las potencias coloniales europeas,
se articularon en la Conferencia de Bandung en 1955. Se distinguían del Primer
Mundo formado por naciones desarrolladas capitalistas y el Segundo Mundo
alineado en torno a la URSS.
El bloque
soviético desapareció como tal y los países que conformaban ese primer mundo
desarrollado ya no son las únicas potencias en el nuevo esquema económico
mundial multipolar. Sin embargo, el tercer mundo sigue existiendo. Los
históricamente desfavorecidos, olvidados, los últimos de la fila. ¿Acaso
existirá luego un cuarto mundo? Donde se alineen los países que están aún peor,
Urge que se adopten políticas favorables a la inversión. El Gobierno no atina
en cómo estimular inversión privada en la producción de los bienes y servicios
que demanda la población a los que ya no les queden recursos por saquear ni personas
por explotar. Los empresarios se llevan todos los dólares.
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