Desde que Las aventuras de Tom Sawyer, de
Mark Twain, cambió mi vida, allá por los ocho años, y me empujó a una espiral
de sueños donde la literatura y los escritores era un tótem anclado al centro
de ese mundo en el que fui creciendo, cargo con un trauma, o al menos así yo lo
veo. Y ese trauma, lo sé, nació allá, en un pueblito perdido en el campo del
oriente cubano, cuando me sentaba a leer en el piso de la enorme biblioteca que
formaban esos miles de libros que mis padres, maestros de profesión, me
regalaban casi cada semana, convencidos de que no hay mejor regalo que un buen
libro. De modo que mis primeros recuerdos de eso que uno, ya de adulto,
considera “remociones de la conciencia” están justo en aquellas horas en que
descubrí las similitudes entre mi mundo rural y familiar en Cuba y el mundo
rural y familiar de Tom y Huck en el tan cacareado “Norte revuelto y brutal”,
del que ha hablado la propaganda de mi país, en ese entonces, y ahora. Fue la
primera vez que un libro me hizo mirar y analizar mi entorno, cuestionarme
algunas posturas en los mayores, entender ciertos comportamientos de mis
padres, pero también me divertí con las locuras de esa novela (los amores de
Tom hacia la hermosa Becky, las aventuras en el río, su terror ante el
siniestro indio Joe, la sobreprotección de la tía Polly, y aún puedo rememorar
el asombro al descubrir cómo aquel escritor lograba pintar algo muy parecido a
lo que era mi vida entonces: mi gran amor en ese tiempo se llamaba Betty
(moriría años después de leucemia), nos gustaba escaparnos hacia el río (cierta
vez, por ejemplo, nos robamos un tiburón martillo de la carnicería para ir a
nadar con él al río hasta que nos atraparon y, es obvio, vino un terrible
castigo), teníamos terror al viejo Roche, acaudalado terrateniente que nos
perseguía con su escopeta cuando íbamos a sus tierras a coger los mangos que se
caían de las matas, y me pasaba el tiempo intentando escapar de la
sobreprotección de mi madre.
Escribo lo anterior para que se entienda mi rígido concepto sobre
qué es la literatura: la literatura, y siento si esto altera otros credos, no
debe ser sólo divertimento, tiene que removerte, hacer pensar.
Por eso,
especialmente en tiempos en que las librerías se llenan cada semana de
divertimentos superficiales, vacías perpetraciones creativas etiquetadas bajo
el rótulo “novela”; libros cuya única pretensión parece ser competir con algo
tan descerebrado, burdo y enajenante como los programas de cotilleo en la
televisión, se agradece leer un libro como La
faz de la tierra, de la española Juana Salabert.
Nadie ha de extrañarse: Salabert es, sin dudas, una de las
novelistas más originales de la literatura española actual. Cada uno de sus
libros (y aquí es obvio que me refiero sólo a los que he leído:Velódromo de
invierno, El boulevard del
miedo, La noche ciega y, ahora, La faz de la tierra) es una
propuesta nueva de reflexión desde el humanismo, ese desde el cual podemos
proyectarnos como lo que supuestamente somos: especie superior, y muchas veces
me he preguntado cómo una obra puede lanzarnos tantas preguntas, como puede
enfrentarnos a tantas situaciones vergonzosas y vergonzantes de nuestro
comportamiento en tanto seres humanos “civilizados” sin ser uno de esos
aburridos tratados sociológicos escritos por sesudos (y aburridos)
especialistas o uno de esos libros de autoayuda en los que algunos
“iluminados”, como vía para redimirnos, pretenden hacernos pensar en la
imperfecta bestia que somos.
La
literatura es la respuesta: Juana Salabert posee esa intuición que conduce al
verdadero terreno de la gran literatura, ese donde cohabitan, en igualdad de
condiciones, conceptos usualmente enfrentados entre sí pero igual de
interactuantes, adaptables, transigentes a la hora del acoplamiento de sus
características típicas cuando el buen escritor busca conformar esa amalgama de
experiencias humanas que es una buena novela: lo lúdico, lo reflexivo, lo
histórico, lo analítico, lo cuestionador, lo cotidiano, lo crítico. Sus
novelas, a partir de esa configuración mixturada de sentidos, trasladan a los
mundos novelados las reales esencias de la vida en toda su complejidad, a
partir de la singularidad de sus personajes.
La faz de la tierra, novela publicada bajo el sello
Alianza Editorial, es uno de los mejores ejemplos para demostrar esta tesis.
Los problemas del matrimonio formado por Ela (Adela) y Álvaro, colocados ante
los ojos del lector a partir del accidente de la joven mientras huía desde
Finis hacia Madrid, donde esperaba encontrar un respiro o salida a su fallida
relación matrimonial, constituyen el perfecto caldo de cultivo para incursionar
en la escondida disfunción de la familia. Y, del mismo modo que sucede en todo
caldo de cultivo, la animalia que puede verse actúa con independencia, con
naturalidad, con esa sucesión de actos preconcebidos o fortuitos con la que nos
comportamos en la vida cotidiana: es así, a través de los simples y cotidianos
actos del día a día en la vida de cada uno de los personajes de esta novela,
que entramos en el ámbito de la reflexión, de las preguntas, de las
confrontaciones con nuestras propias o conocidas realidades, pero (y es
importante anotarlo) sin que nos demos cuenta, sin que nada nos obligue a
hundirnos en ese terreno.
La
corriente subterránea de la narrativa de Juan Salabert en La faz de la tierra va cargada de la intimidad que sólo
trasmiten los estadíos y situaciones de la vida que todos conocemos porque,
simplemente, alguna vez hemos transitado por ellos, sea ya como protagonistas o
como testigos. Intimidad que apela a la complicidad, pero también
al rechazo. Y en esa conjunción es justo cuando surge en el lector el juicio,
la pregunta fuertemente cuestionadora, la crítica. No puede ser distinto.
Nuestra especie, aseguran los estudiosos, vive del cuestionamiento constante:
nuestros retrocesos y avances dependen de ese cuestionamiento compulsivo,
dicen. Y es justo esta novela un inmenso cuestionamiento para explicar la
disfuncionalidad de esta familia: Ela y Álvaro, el hijo muerto, la marca a
hierro de Álvaro como el inútil de la familia por culpa de un enorme parecido
físico a su padre; Adrián, hermano de Álvaro, su impotencia de tener un hijo
con su esposa Sofía, las envidias, las culpas, las modorras del matrimonio, la
marca de ser el hijo mimado por su parecido también enorme con su madre; el matrimonio
de Matilde y Aloys como magma original de todos los descalabros a partir del
descubrimiento de la pederastía de Aloys; el mundo mejor que pude ser si Ela
hubiera elegido a Jonás …, y en medio de ese convulso panorama íntimo, el
fantasma de la violencia de género por las golpizas que Álvaro propina a Ela,
las rígidas convenciones pautadas por la matrona de la familia de cara a la
sociedad para mostrar una imagen menos vergonzosa de su ilustre apellido, los
secretos y las simulaciones que cada uno de ellos oculta… en fin, un infierno
familiar de mentiras, conveniencias, máscaras, puestas en evidencia sólo en los
pensamientos de quienes, según apunta la novela, ya han sido derrotados por esa
enturbiada realidad.
Mencionando sólo de paso la exquisita calidad de la prosa (y es
obvio que lo mencione sólo levemente pues en las novelas de Juana Salabert se
evidencia un profundo respeto por el idioma), hay dos aspectos que es
imprescindible señalar: la configuración psicológica de los personajes y la
estructuración de la novela.
El primero, porque quienes escribimos conocemos bien el reto que
significa crear dos personajes sólidos, psicológicamente creíbles, distintos,
cuando el narrador debe mirar al interior de esos personajes. Juana Salabert se
arriesga a hacerlo con varios personajes. Cada uno de ellos va desgranando ante
el lector su experiencia, hurgando en sus propias historias, en sus
pensamientos antiguos o de ese instante, a partir de lo que va sucediendo en
ese momento en que coinciden en la sala de espera de la clínica donde Ela
agoniza tras el accidente. Pero, a pesar de que la escritora utiliza una
perspectiva muy cercana al mundo íntimo de cada personaje (para los entendidos
en técnicas narrativas hablaríamos aquí, mayormente, del famoso narrador en
primera persona y del narrador en tercera equisciente, es decir, que se cuenta
sólo lo que puede saber o deducir el personaje), la visualidad de cada mundo
interno, de cada experiencia de vida, incluso de esos tics o miedos
definitorios de las taras psíquicas que cada uno de ellos tiene, hace posible
que el lector asista a un escenario de caracteres humanos muy diferenciados y
bien definidos. Una verdadera proeza narrativa, sin duda alguna.
El segundo, la estructuración de la obra, es otro de los méritos.
Pensé mucho en Rashomón mientras leíaLa faz de la tierra.
Y pensé en las dos versiones: esa genialidad escrita por Ryonosuke Akutagawa y
esa joya del cine que hizo, basado en la novela, el también genial Akira
Kurosawa. La novela, porque Juana Salabert pone a girar a todos sus personajes
en torno a un mismo hecho, en un mismo escenario, y a partir de ese punto la
obra se expande en todos sus significados; la versión cinematográfica, porque
en la novela de Juana Salabert cada historia posee una visualidad tan fuerte,
tan gráfica, que “puede verse”. Y como sucede en el clásico Rashomón, en La faz de la tierra las miradas individuales de los
personajes van sumando nuevos eslabones de análisis, nuevas resonancias, otras
preguntas y elucubraciones a ese entramado de conflictos humanos que se arma a
partir de algo tan normal en nuestra sociedad como un simple, burdo e íntimo
problema matrimonial.
La pregunta final sería, entonces, obligada: ¿con qué nos
sorprenderá en su próxima novela? Y nótese que la pregunta es referida sólo al
tema y al modo de abordarlo: tratándose de Juana Salabert, estoy seguro, la
sorpresa de leer una nueva y verdadera aportación literaria a las letras en
nuestra lengua está garantizada
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