Escritor- Filósofo


"La niebla es un paso del camino entre una certeza y otra certeza, jamas he caminado entre cargas y visiones falsas, debemos aprender a caminar en el umbral del camino con nuestro maestro espiritual o gurú. Debemos aprender a desafiar a la muerte y dominarla. Amar es un desafío espiritual." Emiro Vera Suárez

Todo cambia tan abruptamente. El tiempo y la vida con su paso solo develan la crudeza, solo caminan para agotarse, para hundirse ante nuestros fallidos intentos de entender algo.

Juan Carlos Vásquez Flores

viernes, 15 de febrero de 2008

ESCRITORA INVITADA: ANA TERESA TORRES

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ANA TERESA TORRES Y LA VOZ DIRIMENTE
Por Julio Ortega
El exilio del tiempo de Ana Teresa Torres (Caracas, 1948), fue publicada en 1990, aunque según explica la autora en una entrevista, es necesario saber que se escribió cinco años antes. Esta novela es una biografía familiar en la cual la narradora, interesantemente, es anónima. Ambos hechos (advertir el lapso entre escritura y publicación, la ausencia del nombre propio en una novela multibiográfica) parecen declarar, por una parte, el afincamiento en el presente de la escritura, que explica la perspectiva crítica y política; por otra parte, el balance histórico de una crónica familiar, donde si algo suelen tener los personajes es un nombre propio. Aquí es la voz del presente la que carece de nombre.
Lo primero que distingue a un personaje de otro es la marca de su diferencia nominal. Pero en esta novela, el hecho de que el personaje central, donde está depositada la articulación de las voces narrativas, esté desprovisto del suyo, no aparece necesariamente como una carencia. Puede ser hasta un signo de plenitud de la voz, puesto que quien está en posesión del cuento, está en posesión de los nombres, del escenario nominativo; esto es, de la memoria tanto familiar como tribal. Además, el hecho de que la personaje no tenga nombre la libera de su propia historia, y le permite la estrategia de contar la historia de los otros como la prehistoria de sí misma. En este espacio en blanco de la voz narrativa, los personajes usan el tiempo no necesariamente como un exilio sino como una presencia incluso abundante. O sea, tienen una gran capacidad de reconstruir sus propias vidas, gracias a que la narración sitúa a esas vidas en el cuento, la crónica, el testimonio, la biografía, y hasta la interpretación política. Con todo, el proceso de este relato biografista canjea, en un momento, la vida de los demás por la voz propia del sujeto. Lo cual hace recordar una observación de Helene Cixous acerca de la voz de la escritora, quien recibiría la suya desde la palabra materna. La palabra materna en esta novela es privilegiada: está hecha de las voces de las varias madres, abuelas, bisabuelas y tías tutelares, que son como fuentes del narrar, y también modelos de contar; favorecen, en fin, el escenario, robusto y fecundo, de la identidad del narrador (acto) o narradora (voz).
En un sentido, esta novela no reconoce problemas con la identidad porque los personajes saben quiénes son; ese es uno de los rasgos configurativos de la identidad de clase, la identidad histórica y la identidad nacional, favorecidas a su modo por su propio discurso. Por lo tanto, el hecho de que la narradora carezca de nombre y favorezca, así, la voz recobrada de las madres, sugiere que cuando asuma su propio cuento deberá dirimir su voz en ese escenario de voces. Dicho de otro modo, cuando asume su identidad (aunque su identidad esté obviamente cargada por la espesura del relato familiar) habrá disputado su propia voz. En ese momento, en la novela aparecen otras voces, que ya no son necesariamente familiares, sino que están vinculadas por otro sistema de parentesco. Se trata de personajes nuevos, como la hija de los antiguos sirvientes. Y en estos relatos los hijos de familia se reconocen como otros. Ocurre un cierto desdoblamiento de la propia voz, que se construye desde su reflejo antagonista. Si al comienzo teníamos las voces que hablaban con todo el tiempo a favor en un relato prolijo, hecho de anécdotas y digresiones; al final tenemos una cierta urgencia del habla y una especie de disputa por ocupar la persona narrativa. En ese momento de la parte final, incluso aparecen unos personajes muy antiguos en el linaje familiar, como el vasco y otros; pero también aparecen personajes muy recientes; y esta especie de interpolación de historias que diversifican el tiempo y el espacio narrativo, ocurre justamente cuando la persona que no tiene nombre está ganando su voz propia. Esa voz se genera en la intermediación de las otras voces, las de la diferencia.
La biografía familiar aparece en esta novela como romance nacional. El romance nacional es el relato en el cual se construye una representación de la ciudadanía, de la formación de la nacionalidad, del drama de la diferencia cultural. Esto es, representa el decurso de la identidad en el imaginario de la comunidad hipotética. Aquí la representación del país es histórica, puesto que requiere explicarse los tiempos coloniales; y es de clase, puesto que se refiere a una clase tradicional dominante y en evolución. De modo que estamos ante un romance familiar (ante un nacer nacional en la épica doméstica) que tiene que ver con la relación e interacción del país, desde su representación en Caracas, con las otras clases, con los inmigrantes, con las transformaciones de la modernidad y con la modernización venezolana; pero también con la historia mundial, porque estos personajes son testigos de varios acontecimientos importantes del devenir contemporáneo. Es sintomático que el romance familiar venezolano, por una vez, no sea regional. Baste recordar que el romance familiar en Teresa de la Parra ocurre como la nostalgia aristocrática (tradicional y antiburguesa) de una arcadia autárquica que se reconstruye como universo señorial, tan perfecto que ha desaparecido. El romance familiar en Gallegos es regional, y dramatiza un conflicto de códigos: de honor, de género, de clase; y se da sobre el escenario de la modernización, que es la incertidumbre de su época. El romance familiar en la novela de Adriano González León, País portátil, es un intrincado recuento del pasado, medido generacionalmente en la biografía laberíntica de las regiones disputadas por la incertidumbre, ahora, de lo nacional, que ha sido usurpado por el Estado; sólo que ya no hay arcadia arcaica sino crónica de violencias y saga de fracasos. Ana Teresa Torres coincide en algunos puntos con la contraépica de González León; su novela también asume el fracaso de los personajes, sobre todo de algunas mujeres que ven frustrada su vocación en la socialización compulsiva. Sin embargo, el romance familiar tiene la peculiaridad de desarrollarse aquí como un cuento acerca de la evolución misma de la nación venezolana. Es decir, el romance familiar viene a ser una metáfora de la modernización cultural, política y social de este país. Es por eso que, interesantemente, se da no como regional sino como una interacción de lo nacional con el exterior, a través de los viajes de la clase tradicional aristocratizante a Francia; a través de la evolución de la burguesía más moderna que se vincula a los patrones y modelos norteamericanos; y a través de los más jóvenes, cuya educación sentimental y literal se hace en una interacción con el mundo exterior. La otra peculiaridad de este romance familiar, emblemático de la nacionalidad procesal, es que varios de los personajes son inmigrantes. Es revelador el caso del vasco, que hace el recuento de su vida venezolana; como el extranjero que conquista pero que luego es conquistado y, al final, vencido.
Al plantear este romance nacional como una biografía familiar, la novela no requiere insistir en la crítica del mundo que representa, un mundo coherente, sistemático y codificado, que es el de la alta burguesía. Más bien, la novela se plantea un problema formal, desde el punto de vista de la representación narrativa: cómo representar legítimamente una clase social que, en la mayor parte de sus prácticas sociales, es ilegítima. Otros autores enfrentados a similar dilema han dado en algunas resoluciones paradójicas y distintas. El ejemplo clásico es el de Balzac, que decidió retratar fielmente a la burguesía francesa para elogiar su dinámica en la construcción de la nacionalidad, y que terminó, irónicamente y sin pretenderlo, cuestionando su integridad. De otro orden es el caso de Proust, porque la formalidad de su mundo aristocrático, en contraste a las burguesías nuevas, está hecha en el exceso de sus saberes y poderes. Más próximo nos es el ejemplo de Alfredo Bryce Echenique. Un mundo para Julius (1971) es una novela marcada por el pensar crítico de los años 60, pero al representar a la clase alta peruana confronta el dilema de la legitimidad social desde la perspectiva del humor; y si ese "mundo" es socialmente impensable, profundamente antidemocrático, gracias a la voz relativizadora del humor es disputado por la ternura, la compasión y el diálogo. Por lo mismo, la representación queda mediada por el lenguaje que la construye y, al final, por la lectura que la sostiene. Así, los primeros lectores de esta novela la leyeron como un responso de la alta burguesía latinoamericana. Casi a la manera en que se leyeron Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo o La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes, que liquidaron la revolución mexicana como tema al convertirla en un discurso funerario. Sin embargo, una década más tarde Un mundo para Julius fue leída como una saga nostálgica del tiempo burgués perdido. En el caso de El exilio del tiempo, no ajena al ejemplo de Bryce, hay al comienzo una actitud de distancia crítica frente al mundo representado y, no pocas veces, ese distanciamiento crítico es irónico y opera contrastivamente subrayando situaciones de privilegio, dominación, exotismo y dependencia entre los estilos de vida de la alta burguesía y los de la burguesía emergente. La nueva burguesía es aquella que concibe a Miami como polo de expectativas y que adquiere una compulsión adquisitoria, complacientemente alienada. Frente a esa burguesía que concibe lo bueno como lo que se compra doble, la otra, la más antigua, obviamente se distancia. Se plantea aquí una posición discursiva que es paralela a la de Bryce, la noción que la única aristocracia legítima es de por sí una causa perdida. En Las memorias de Mamá Blanca Teresa de la Parra demuestra, quizá sin proponérselo, que la aristocracia es imposible porque ya no es un programa social, y sólo puede ser un programa arcádico. Pero, en otro sentido, perdida la hacienda todavía le queda el discurso, el valor sin precio de una economía simbólica. En cambio, en la novela de Bryce la nueva burguesía en el poder ya no requiere de discurso: el dinero habla mejor que el lenguaje. Sin duda a la vista de estos ejemplos, Ana Teresa Torres trabaja sobre el dilema de la legitimidad narrativa, ya que sus personajes deben ser específicos y a la vez figuraciones de cada época postulada como un marco de referencia histórico. Por eso, aun cuando algunos personajes puedan resultarnos injustos o dominantes, y aun cuando la novela los condene desde un punto de vista crítico-ilustrado, aparecen creíbles y veraces; y, no pocos de ellos, hasta empáticos y humanizados. Por cierto, otros personajes ganan la dimensión de su propio discurso, como es el caso de Marisol que pretende hacerse guerrillera, aunque uno sospecha que está buscando entrar en una novela de Adriano González León sobre la guerrilla urbana. Pero el personaje de más arraigo es el vasco, cuya historia es realmente conmovedora; primero su carta y luego su monólogo desde la muerte lo hacen extraordinario. Es un personaje de la fundación, del habla de los orígenes, una especie de anti-Pedro Páramo.
Dentro de esta lógica narrativa del romance, aparte de la legitimación narrativa de una clase perdida como causa social, El exilio del tiempo no rehuye explorar el melodrama. En varios momentos el romance familiar es comparado con los grandes melodramas de la opera. En la página 38 leemos: "se casaron pero todo se convirtió en tragedia, como en las óperas." La opera es un sistema de referencia que está, diríamos, dignificando el gasto melodramático del romance nacional. En la página 69, se habla de las películas mexicanas, ("plagadas... de encrucijadas más reales que la vida misma"), sugiriéndose que el melodrama construye la memoria, quizá la identidad. En esta novela, por otra parte, este romance familiar pasa por un análisis bastante agudo y rico de lo que se podría llamar la socialización de la mujer. Esa práctica asigna a la mujer el valor de articulación social, dado que su papel en el intercambio regula simbólicamente cualquier saga familiar. Pero en esta novela casi todos los personajes femeninos se construyen en el relato a partir de su conflictividad social; primero asumen y luego cuestionan, e incluso rompen, los códigos de socialización de lo femenino. La sociedad aparece como una máquina de convertir a la mujer en perpetuadora del orden. Es evidente en la página 71, cuando León habla de su infancia, y enumera una serie de pautas, conductas y valores que tienen que ver con la reconstrucción social de la mujer. Por eso, la abuela dice: "si fuera joven sin duda estudiaría algo o hubiera realizado mi vocación artística"; este es un tema que reaparece, porque justamente el fracaso se presenta como un canje según el cual la realización social de la mujer se cumple a cambio de sí misma. No es casual, entonces, que el matrimonio asegure el contrato social, como el intercambio de las hijas para la perpetuación del orden. Ese intercambio sostiene el poder patriarcal; aunque evidentemente el relato de las madres indica que hay una dimensión matrilineal trabajando su propia historia de los hechos. A veces, el relato de las madres parece sólo la voz de la casa y de la cotidianidad domestica; o sea, el marco desde el cual se construye el sistema patriarcal. Esa es la otra ambigüedad dentro de la complejidad del relato de vida, el cual no permite ver las cosas en blanco o negro, porque el entramado de las historias personales en las historias familiares es un mapa ideológico, histórico y político; lo que demuestra que la vida cotidiana no es esquemática sino conflictiva.
Solamente desde la ideología de la modernidad, desde el relato totalizador del progreso y la racionalidad, podríamos pensar que todas las sociedades son imperfectas frente a la sociedad ideal racional. Esa interpretación optimista convierte a las sociedades tradicionales en ilegítimas, y vacía el contenido del presente a nombre del futuro. A esas versiones responde la memoria como fuente de la identidad y la diferencia en esta novela de novelas. Quizá también todos estos gestos de refutación sugieren una rebelión contra el padre; en la página 117, Mercedes enuncia una letanía sobre el odio: "Odio cómo toda mi vida se ha visto envuelta en problemas que no entiendo", etc., que termina en una frase formidable: "Odio ser yo también un perfecto gesto inacabado". Es revelador como conclusión, porque es un relato de vida que está saturando el discurso con los hechos; pero como ocurre varias veces, lo hace desde la perspectiva del fracaso, del incumplimiento. Un gesto importante sobre la memoria es el del vasco fundador cuando afirma, al final, que la memoria es un principio de deseo."Toda memoria es un deseo" (253), dice, y sugiere también unas memorias del porvenir. En el sentido de que la perspectiva de una narración que ve el tiempo como vivido, puede ver un fragmento de ese tiempo no solamente como pasado sino como anticipación del propio relato que lo va a contar. La novela se beneficia del discurso de la memoria, que es circular, acumulativo y digresivo; pero también es un discurrir formalizado por la presencia o copresencia de distintos narradores que ocupan el teatro de la memoria. Teatro del pasado, este es un libro hecho para recordar cíclicamente, incluso anticipadamente, como es patente en el recuento de vida que sigue a la muerte del vasco. Recordar puede ser desear, esto es, cambiar el sentido de las cosas, reinterpretar y reescribir. El testimonio parece ocurrir como un recuento que se da en el escenario de la memoria por primera vez; pero se da, más bien, en una segunda instancia escénica, como si los personajes hubiesen ya leído todo lo que estaba contándose. Los hechos, en verdad, ocurren en una reescritura de la memoria pluralizada, más abierta que puntual. Porque si una memoria se refleja en otra y si un testimonio se construye frente a otro, tenemos un juego de espejos desenterrados, una representación de la memoria como teatro de voces, donde se equivalen este des-romance familiar y esta contra-historia nacional.
En este debate formal está latente el dilema de las identidades, que es por definición plural y heteróclito. La memoria es una fuente de la identidad, en tanto principio del autorreconocimiento; y la identidad se construye por semejanza: algo es idéntico o parecido a uno; pero también por diferencia: la parte del otro nos distingue como diferentes. En esta novela la presencia del otro está entramada en la construcción de la identidad, al punto que es la diferencia la fuerza que libera a los sujetos. Por eso aquí la identidad que se cuestiona es la de lo semejante; varias veces la novela dice: "esto es lo mismo"; hasta los muebles nos ratifican, porque estamos hechos para perpetuar los mismos gestos, para repetir las mismas cosas. Así, la crítica no es necesariamente, como en los años 60, del contenido ideológico que deslegitimiza a la clase, sino del contenido de identidad homogénea, que sustrae la individualidad de los personajes. Paradójicamente, podemos tener una identidad nacional, cultural o social muy robustas, pero no tenemos identidades individuales saludables y libres; porque las identidades individuales terminan frustradas por los mecanismos que aseguran la identidad de lo mismo contra la identidad de lo diferente.
Se plantea, por ello, una problemática que tiene que ver ya con las prácticas críticas de la literatura postmoderna, donde reaparece la noción de sujeto, y es la del lugar del discurso, allí donde recomienza a desatarse la historia de lo representado como natural para suscitar el relato alterno de la subjetividad entrecruzada de viejas cóleras y nuevos deseos. En la práctica y en el discurso postmodernos, con los movimientos feminista, municipal y ecologista, con las asociaciones de base y las reconstrucciones de la sociedad civil, reaparece la noción del sujeto y, en consecuencia, la recuperación del debate de la identidad. A ese momento del debate emancipatorio del género, del desbase del código, y de la pregunta por la posición del yo en el discurso, pertenece esta novela, que ha debido recorrer toda la historia nacional para recuperar la voz de su instante como un tiempo, aunque siempre exiliado, esta vez afincado.
La identidad de la diferencia, de lo heterogéneo frente a lo homogéneo, contradice, por tanto, el orden construido por las identidades de clase, de nación, de historia, que resultan convenciones canónicas. Al final, el romance nacional aparece contradicho, confrontado y subvertido por la identidad posible de las mujeres frente a estas identidades homogenizantes. No obstante, hay que decir que el personaje que podría ser el héroe de la identidad como diferencia, que es Marisol, la guerrilleara, irónicamente aparece como un personaje codificado por su propio discurso de época. En la página 217, dice: "me acuerdo que un día le dije cuando sea grande quiero ser artista como usted;" y le replican: "pero tú estás loca, chiquita, cuando te gradúes ya nadie se acuerda de que tu papá es conserje." Lo que equivale a decirle: la sociedad es quien te da identidad, nunca podrás ser libre, siempre serás parte del simulacro. Pero hay otro momento, en la página 222, donde ella dice: "De pronto me parece, Oswaldo, que no somos más que productos de una violencia, de una ejecución impensada que cae sobre nosotros, articulándonos en las más diversas posiciones y dejándonos en historias que vamos haciendo nuestras a fuerza de vivirlas." Lo que supone una conclusión melancólica: la noción de que el sujeto no está hecho para la personalización sino que está condenado a repetir la violencia de lo mismo. No obstante, si el relato puede hacerse, en efecto, nuestro, el camino se abre como una fuerza contraria. A ese cruce de caminos nos lleva Ana Teresa Torres con esta entrañable y lúcida novela, capaz de convertir a la historia nacional en la forma que sostiene la opción de una ruta distinta.

Conversación con la autora
Julio Ortega: Para empezar, Ana Teresa, quiero preguntarte por las circunstancias en que escribiste la novela. ¿Cómo se te planteó el libro, y qué problemas y soluciones encontraste en ese proceso?
Ana Teresa Torres: El exilio del tiempo es un libro que yo escribí entre el 84 y el 85, y la base de donde yo partí era, como me imagino que parten la mayor parte de las novelas, de fragmentos, de episodios, de situaciones, escenas, relatos, que en ese momento no estaban organizados; yo no tenía un plan exactamente de cómo era la novela, creo que en ese momento yo no tenía ningún plan, para decir la verdad. Creo que el plan de la novela, o la idea de estructurarla y organizarla, fue algo que surgió desde los propios fragmentos; fue como intentar que los fragmentos produjeran una unidad, que no sé si realmente tienen totalmente. Creo que en novelas posteriores yo me planteé la idea de un plan previo, pero no en esa novela, que es la primera que yo escribí; yo había escrito algunos cuentos, no muchos y sobre todo episodios. Ahora, en tus comentarios tocaste mucho el tema de la identidad en la novela, y yo me estaba preguntando cuál era mi estado de ánimo, cuál era mi idea entonces; bueno, yo creo que en ese momento yo estaba muy impactada por la Venezuela de los años 70, porque hubo un cambio muy impor­tante de la sociedad venezolana después de los años 60, que creo que se formó en los 70 y que se ha venido continuando hasta hoy. Esos cambios se habían producido dentro de la sociedad en todos los niveles, y por eso surge la idea de la identidad, la idea de evocar la memoria, como tu dijiste, para construir la identidad; la memoria, en el sentido de reconstruirme yo misma, es decir, quiénes somos, dónde estamos. Y, en cierta forma, mi personaje es un poco la etiqueta de los años 70, en el modelo de sociedad que se ofreció; lo que pasa es que económicamente el modelo fracasó y ahora estamos en lo que estamos, pero ese era el modelo propuesto. Generacionalmente yo pertenezco a los sesenta, y estaba muy impactada por el fracaso de todo lo que significa la utopía de los sesenta y en qué nos habíamos convertido, en una cosa completamente desvanecida desde el punto de vista de esos ideales; eso era para mi lo más importante.
J.O.: O sea, que la novela nace más bien de una necesidad de esclarecimiento. ¿Y cómo se va imponiendo el placer del cuento en esa armazón crítica de revisiones?
A.T.T.: Bueno, porque hay un placer del relato, a mí me gusta relatar; hay escritores que no les gusta relatar, que no les gusta la anécdota, a mi me gusta la anécdota y yo disfruto, en la lectura de una novela, mucho de la anécdota. Entonces, hay un placer en cada una de esas historias, porque la novela yo diría que es hiperanecdótica. Hoy día me parece que está excesivamente saturada de anécdotas. Bueno, yo siento un placer en hacerlo, el placer de relatarlo y, además, la estructura un poco va en ese sentido, porque las anécdotas se las relatan unos a otros. Hay generalmente alguien que le cuenta el cuento a otro.
J.O.: Y cuando escribías estos fragmentos, ¿se fueron armando en este contar dentro del cuento, o fuiste organizando un plan sistemático de unos personajes primero y otros después?
A.T.T: Busqué un cierto orden histórico, cronológico, que me diera un poco de estructura. Es un ordenamiento que no está respetado siempre aunque sí lo está internamente; lo hice cronológico en la historia, pero no lo es narrativamente. Después lo intercalé un poco siguiendo una cierta forma asociativa, una sensación de que el cuento rodaba de esa manera.
J.O.: Fluye muy bien el cuento, se lee muy bien, las secuencias van armándose con vivacidad.
A.T.T.: Pero lo que guiaba al relato era el orden cronológico. La secuencia histórica que empieza en los sesenta con la lucha armada, luego los setenta, que son la época perezjimenista, a la que yo le di bastante importancia; y hay muchos saltos, aunque el siglo XIX no lo toqué demasiado.
J.O.: ¿Tenías también el propósito de hacer una novela cuyo centro estuviera ocupado por la experiencia femenina venezolana? ¿Había una intención crítica o fue apareciendo el tema con los personajes?
A.T.T.: Yo creo que fue apareciendo. Tú hablaste del asunto de la voz y de la escritura; pienso ahora, que aparecían porque me parece que parten de mi experiencia, que la voz de la mujer no tiene nunca espacio; o quizás, en las mujeres de esas generaciones no tenía un espacio, y es una voz siempre oculta, una voz que está siempre debajo. Yo le di un papel más relevante, porque ellas son las que cuentan, los hombres no lo hacen, vienen en las cartas o en los diarios; pero esta voz es más protagónica porque está hablando.
J.O.: ¿Y cómo se fue armando el personaje central, la joven, la narradora que va articulando el relato?
A.T.T.: Yo la vería como un testigo. Por eso es que el personaje central no tiene nombre, pero tampoco tiene un argumento; o sea, su vida no es relatada, quizás hay algunas anécdotas que parcialmente la tocan, pero la idea que yo tenía era la de un testigo, de alguien que puede ver y, de alguna forma, juzgar o presentar; pero que trata de mostrarle a otro lo que está pasando, no su propia vida, sino un espejo de cosas que registra desde su óptica.
J.O.: ¿Qué dificultades te presentó el relato? ¿Fue más complicado de manejar por su misma fluidez?
A.T.T.: No, lo más difícil de manejar era lo que yo llamo armar el rompecabezas. Yo creo que eso es lo más difícil dentro de una novela, de cualquier novela, porque de pronto hay episodios de los que puedes estar más o menos convencido, pero el problema de una novela no es un episodio; es decir, la novela no se puede basar en dos o tres cosas que estén bien; es un edificio, y todo el edificio tiene que sostenerse. Por eso, lo más difícil es cuando empiezas a armar las piezas que sobran, piezas que no pegan, piezas que se repiten, que son incongruentes.
J.O.: Y al mismo tiempo, la novela es un árbol genealógico, otro principio de orden.
A.T.T.: Yo lo hice así creo que para no perderme dentro de los cuentos y de las épocas; para recordar quién estaba casada con quién. Es decir, yo armé la novela a partir de los personajes, aunque todo era modificable porque, al fin y al cabo, es una narración. Me tomó alrededor de dos años escribirla. Este modelo genealógico, por lo demás, venía de mi propia observación, de mi familia y de familias de otras personas; un poco, como creo que uno toma los personajes, o yo los tomo así. O sea que son aspectos de distintos personajes que se condensan y producen uno.
J.O.: Quiere decir que los personajes de esta novela tienen antecedentes en la realidad, son posibles. ¿Hay alguno que sea sólo imaginario?
A.T.T.: Fíjate, yo creo que no hay nunca un personaje que sea totalmente imaginario; no creo que haya un personaje sólo imaginario, o sea, que el ser humano no puede imaginar algo desde cero, no es posible psíquicamente. Pero, digamos, puede ser más o menos imaginario. ¿Quién sería totalmente imaginario? ; el más imaginario debe ser el muerto, indudablemente, el personaje que habla muerto.
También está el Sr. Laing, que no tiene un referente para mí, ni tampoco tiene una explicación, me parece ahora que es como el sin sentido. Aunque de pronto remite a un psiquiatra muy famoso, de ese nombre, quien no tiene nada que ver con la novela.
J.O.: También se puede decir que es un personaje que la novela crea para terminar. Lo más difícil de terminar una novela llena de historias familiares (es casi un siglo) debe ser, imagino, terminarla imparcialmente. Pero, ahora que mencionas la psiquiatría, no podemos olvidar tu profesión de psiquiatra; ¿dirías que las historias de vida en la novela tienen alguna relación con la práctica analítica de los relatos de vida?
A.T.T.: Sí, bueno, sí tiene importancia, yo creo; en el sentido de que yo tenía, sobre todo en ese momento, que era un momento en que yo trabajaba muy intensamente en la práctica, tenía, digamos, como modelo de mi trabajo el escuchar el relato de otro; y escuchar el relato de otro para darle un sentido a ese relato y para integrarlo dentro de otra cosa, digamos, dentro de un esquema de comprensión. Entonces, creo que ese modelo yo lo tenía por una experiencia de trabajo, una experiencia de formación.
J.O.: Una frase que citas en la página 154: "Chivo que se devuelve se esnuca." ¿Se "esnuca" ocurre por desnuca?
A.T.T.: Sí. Pierde la cabeza. Por eso, una vez tomada la decisión hay que seguir adelante.
J.O.: Pero Marisol, que es la que más adelante quiere seguir, me pareció también el personaje más literario.
A.T.T.: Ese es un personaje muy ficcional, pero era una suposición de que ella ideológicamente debía entrar en lo que fue, digamos, la lucha de los sesenta; y debía entrar en una posición de izquierda que ella misma, después, va de una forma perdiendo.
J.O.: Evidentemente aceptarías el calificativo de novela política para El exilio del tiempo.
A.T.T.: Sí, sí lo aceptaría. No es una historia fabulada. Creo que tengo un concepto muy claro de eso, porque tuve una gran amistad personal con Francisco Herrera Luque, y tuvimos la oportunidad de conversarlo; la historia fabulada sería, por ejemplo, si yo tomo a Juan Vicente Gómez y fabulo lo que es la vida de Juan Vicente Gómez, es decir, deformo la historia al incluir elementos de una ficción que yo supongo le va a dar más realidad que la que pudiera darle un texto historiográfico; pero yo no pongo los personajes históricos, está la dictadura de Gómez como un hecho historiográfico. En el caso de mi novela, la dictadura de Pérez Jiménez es un hecho histórico, pero yo no invento al personaje de Pérez Jiménez, yo no le doy nada a fabular a Marcos Pérez Jiménez, sino que consigno los efectos que tuvo la dictadura en un personaje de ficción. Entonces, en ese sentido la historia no está tocada, la historia está, digamos, atrás, atrás de la ficción ocurriendo. Por cierto, me pasó una cosa muy graciosa; un lector de la novela me dijo: "Usted metió allí a mi abuela;" yo me quedé paralizada, le dije: "¿a quién?; y me dijo: "Flor de María Gómez, porque yo soy nieta de Flor de María Gómez". Estaba encantada.
J.O.: Me da la impresión de que la novela postula que la única libertad posible de la mujer es la cultura, porque es la única fuerza que es más poderosa que la mecánica social, ya que la socialización convierte a las mujeres en seres que perpetúan el sistema que las esclaviza. Pero ¿quiénes son las mujeres que rompen el sistema? Una que quiere ser pintora, otra que quiere dedicarse al teatro y la que, al final, va a escribir una novela. Son tres gestos de mujeres artistas. Todas han fracasado, menos la última, que finalmente escribe su primera frase; yo creo que es formidable esta idea de que la novela termine con la primera frase de una próxima novela que no está aquí; o sea, que esta novela, de la cual ella ha sido testigo, le ha construido su identidad para liberarla y, al final, esta frase es la prueba de que va a tener una vida propia. ¿Estás de acuerdo?
A.T.T.: Sí, sí, muchísimo. Quiero decirte que un autor que a mí me gustó mucho, que disfruté enormemente, cuya novela yo tenía en un sentido de modelo, es Alfredo Bryce Echenique y Un mundo para Julius que era muy cercana a nosotros. No estoy segura de que la aristocracia peruana sea similar a la burguesía venezolana, creo que tampoco son parecidas; pero indudablemente en esa novela se descubre que son mundos muy próximos.

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