Asidero.
Desde el momento en
que el XIX Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh) se clausuró, en octubre
pasado, sin alumbrar al heredero de su secretario general se hizo evidente que
el segundo mandato que Xi
Jinping iniciaba no sería el último. El líder, que ha
amasado tanto poder como Mao
Zedong, quiso oficializar su entronización indefinida con la reforma de
la Constitución, ya que los estatutos del partido no imponen límites a la
dirección. El obediente voto de 2.958 diputados, de un total de 2.964, ha
levantado la restricción al máximo de 10 años que pesaba sobre el presidente y
el vicepresidente de la República Popular, dos cargos representativos hasta
que Deng Xiaoping forzó en 1993
la dimisión del entonces jefe del Estado, Yang
Shangkun, para fortalecer a Jiang
Zemin, casi un desconocido hasta que le ascendió a secretario general
tras la crisis de Tiananmen.
La decisión de Xi tiene un enorme costo en la imagen
internacional de China, ha propiciado una avalancha de artículos en su contra
en todo el mundo y ha dado carnaza a la disidencia, tanto externa como interna.
Después del alto precio que pagaron cientos de millones de chinos por los
abusos de poder de Mao, nadie en
Occidente defiende lo que parece la vuelta a una dictadura, pero la absoluta
mayoría de los chinos rechaza cualquier tipo de comparación entre la política
que rigió sus destinos hace medio siglo y la actual.
Xi se ha aupado
sobre los dos cánceres -la corrupción y la contaminación
medioambiental- que corroían China, cuando se convirtió en secretario
general en noviembre de 2012, para ganarse el apoyo incondicional de las masas.
Sin embargo, la fácil purga de sus enemigos políticos por “soborno y
malversación de fondos públicos” le ha granjeado también una poderosa oposición
interna, agazapada a la espera de que le llegue el turno. Desde su fundación en
1921, el PCCh ha albergado facciones irreconciliables que en ocasiones se han
enfrentado a sangre y fuego.
La revolución
emprendida por Xi Jinping para
transformar la economía y hacer de China una potencia tecnológica en lugar de
manufacturera puso en alto las espadas de los dirigentes de las grandes
empresas estatales, cada una con millones de trabajadores. Después de años de
campar por sus respetos, la oposición a la supervisión del Gobierno central y a
reducir la sobreproducción y el número de empleados, ha sido visceral.
Envalentonados como magnates de la nueva China, muchos se aliaron con
gobernadores y líderes comunistas provinciales para reforzar su rechazo a las
órdenes provenientes de Pekín.
Rompiendo el límite
de su mandato, Xi Jinping tiene
las manos libres para hacer realidad esa transformación económica con vistas a
situar a China a la cabeza del mundo, de igual manera que puede proseguir su
popular y necesaria lucha contra la corrupción y la contaminación. Su talón de
Aquiles será la brutal desigualdad social. Si no aborda el problema con medidas
eficaces, la represión y el control de las redes sociales y los medios de
comunicación no impedirán que la gigantesca brecha abierta entre ricos y pobres
termine por tragarse al partido comunista y la gloria de Xi Jinping.
La protección y defensa de los derechos
ciudadanos -incluidos los de las mujeres, tan oportunamente reivindicados y tan
de actualidad estos días- es incomparable con ningún otro momento histórico.
Con algunas excepciones terriblemente cruentas y duras, apenas hay guerras y la
gran mayoría de los contemporáneos, contrariamente a lo que sucedía antes, no
ha vivido ninguna.
El cambio es radical y, en buena medida,
eso se ha conseguido gracias a un sistema económico, el capitalismo,
absolutamente instalado en nuestras sociedades. Y, sin embargo, ni ésta es una sociedad
más feliz ni el culto al dinero, instalado en nuestra forma de estar en la
vida, garantiza una mayor felicidad. Todos queremos una mejor casa, un coche
más potente, más de todo.
Creo que nos están engañando, que nos
estamos dejando abducir por el mensaje de que necesitamos tener más y que el
que más tiene es más feliz. La carrera no termina nunca y no conduce a ningún
sitio, sólo a buscar más, al precio que sea. Tener y no "ser". Decía
recientemente José Antonio Pagola, siempre lúcido, que con dinero se puede
comprar un piso más grande, una cama cómoda, relaciones, placer... pero que eso
no garantiza un hogar cálido, un sueño tranquilo, una verdadera amistad o la
felicidad.
Y muchos de los que crecen para
sobrevivir, acaban perdiendo todo. Todo es transitorio, inmediato y, muchas
veces, carente de sentido. Ese lado salvaje del capitalismo actual es el caldo
de cultivo de los nacionalismos y populismos, porque los que van cayendo en la
precariedad permanente por culpa de ese mismo crecimiento que echa a la cuneta
a los que no sirven para el objetivo o se quedan atrás se refugian en los
falsos profetas que les prometen, casi siempre con mentiras, un futuro mejor a
costa de romper el sistema.
Xi, es comunistas de estructura, pero
capitalista de hecho.
El hombre-masa, como decía Ortega, es un
individuo miedoso e ignorante que acaba refugiándose en el grupo para conseguir
sus objetivos y satisfacer sus deseos. Está pasando en España, en Italia y lo
personifica Trump mejor que nadie, con un lenguaje no racional ni sincero, sino
instrumental y cínico. El Papa Francisco decía que el dinero gobierna con el
látigo del miedo.
El joven Macron, desea dominar a Francia
y Europa.
Los políticos que de verdad quieren
hacer una sociedad más justa, menos corrupta, deberían promover un cambio
cultural para primar la libertad, poner frenos a los comportamientos
descontrolados que favorecen a unos pocos, perjudican a muchos y hacen un
sistema económico profundamente desigual e injusto. Pero los ciudadanos también
debemos decir y hacer algo más.
Los dioses, cuando quieren perder a los
hombres, así la nueva gente de izquierda pro capitalista, pero el Estado se cae
en la ruina sin electrificación, agua, y en el caso de Venezuela una hambruna y
migración pertinaz.
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