Escritor- Filósofo


"La niebla es un paso del camino entre una certeza y otra certeza, jamas he caminado entre cargas y visiones falsas, debemos aprender a caminar en el umbral del camino con nuestro maestro espiritual o gurú. Debemos aprender a desafiar a la muerte y dominarla. Amar es un desafío espiritual." Emiro Vera Suárez

Todo cambia tan abruptamente. El tiempo y la vida con su paso solo develan la crudeza, solo caminan para agotarse, para hundirse ante nuestros fallidos intentos de entender algo.

Juan Carlos Vásquez Flores

lunes, 14 de septiembre de 2015

El florecer en Los Andes



Fusión

Las luciérnagas alumbran la noche, paso a paso iba caminando por el potrero, pegado a la cerca de alambres de púa, le huía al torete negro que con su mirada aguda rastreaba cualquier movimiento durante la noche. El rancho se veía a lo lejos, alumbrado con lámparas de kerosene y algunas velas encendidas, decidí esa noche dormir con los trabajadores para ver el ordeño ya entrada la madrugada, por detrás de la finca, el Chama se deja oír de una manera muy calmada con sus caños.
Encontré. En estas noches unas medias negras largas, casi me llegan a la rodilla, las utilizaba en la Urbanización Tamaré para allegarme a la casa de las monjas, una de ellas encontró un traje de religiosa para cruzar la residencia de los monjes al atardecer y pasar la noche con ellas, algunas veces por atrevido me dejaban en la capilla por dos horas, rezando y cantando algún himno o cantos de Fe. La comida siempre era exquisita y variada. Dormía en hamaca en un traspatio para no levantar sospechas.
Las monjas, ya al anochecer preparaban un té no muy fuerte y tocaban órgano, mi vida en los Andes transcurrió entre el Seminario, el liceo en San Juan de Colón y la finca, hace muchos años que no veo a los primos por parte de mi padre, eran tres fincas unidas, con muchos potreros, a los nueve años ya, los forasteros iban con sus arreos de burros y mulas a buscar comida para pasarla a Colombia, contaban que eran cinco días de arduo camino para cruzar la frontera y adentrarse a las montañas de Colombia, en Santander.
Las flores, bordeaban el camino, luego de la muerte de mi tía, hermana de papá, el servicio se casó con Pineda, desde pequeña estuvo en la finca y creció con  nosotros, tuvo tres hijos que crecieron junto a la familia. Así, nos criaron en el campo, sin egoísmos, sin dureza de corazón.
Un grupo de cuatro goajiras y tres niñas del etnia wayuu se levantaban al primer canto del gallo para preparar quesadillas con la leche recogida el día anterior, mi abuelo tenía tres burros y una mula, cuando se les cargaba mucho, no querían avanzar, le soltaban los amarres y equipajes, la levantaban en dos patas encabuyadas a dos árboles y los latigazos siempre fuertes, lograban doblar sus patas traseras.
La gente del campo tiene un espíritu aventurero, las tardes en Caja Seca siempre son grises, llueve a cada momento. Algunas veces, solíamos ir a Puerto de Santander a comprar bocadillos y dulces cucúteños, todos son vecinos y familia. Preferían los vecinos trabajar en Colombia y vivir en Venezuela porque los servicios públicos son más económicos. Mi papá hacía mercado de comestibles todos los fines de semana al otro lado de la frontera y mi ropa y calzado eran de ese país hermano.
El toro al verme, avanzaba muy fuertemente hacia mí, la ropa se me llenaba de pica pica y estaba obligado a bañarme en los pozones con jabón azul de La Polar. Las monjas, siempre  me guardaban un maltín cuando les decía que iba a dormir con ellas.
Los guerrilleros, se llevaron una hermosa yegua que me había dado mi tío cuando era apenas una patrulla, la trajeron al año con muchos regalos y la soltaron en un establo abierto para agarrarle cría, cuando me la dieron, estaba muy salvaje, ahora dormía conmigo junto a la ventana que da al galpón de ordeño. Se encariño mucho conmigo.
A cielo abierto, desde muy pequeño, aprendí a escribir poesías, las vendía a cinco centavos. Las vecinas del vecindario hacían colas para llevarles un regalo a sus novios. En el Liceo Raúl Cuenca, de Ciudad Ojeda logre una cartera de clientes que me hicieron perder el año escolar, era escribir y escribir.
Son letras, para el canto y el sonido de las chicharras al entrar el invierno.
Aprendí wayuu y francés, de tanto oír a los sirios en Valencia, aprendí algo de su idioma. Es un grupo cerrado y hermético, pocos dados al diálogo, la guayanesa Sadday junto a su hija colocaba su negocio frente a un comercio sirio y en las tardes, por lo menos treinta de ellos, se reunían en grupo para conversar y tomar te con galletas.
La frontera, siempre será frontera, este abierta o cerrada, son la misma gente, grupos familiares que se interconectan en un espacio territorial. Desde Caja Seca, Bobures, Caño de Agua y Zancudo hasta el Puerto de Santander es la misma familia


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