Aventis
El mundo británico y estadounidense ejerce sus
influencias sobre Francia para que colabore en los países subdesarrollados con la
cultura y las ciencias psíquicos- cuánticos y jurídicos- económicas. Es un eco
que se trasladó desde la antigua Mesopotamia hasta el Atlántico, teniendo como
países ejes a Colombia y el Perú. Son voces internas, donde se preconiza a
París, como la ciudad del pragmatismo y la socialdemocracia, olvidando a
Alemania y desatando los celos de Ángela Meckel. Estados Unidos, sabe donde
aplicar la psicología
Hay un mundo británico estadounidense que arropa
las principales villas y comarcas de Francia y todo comenzó en 1884, cuando se
publicó una novela de Joris Karl Huysmans, donde se le da un golpe mortal al
tema naturalista de Zola y se le da campo al sentimentalismo, las ideas
utilitarias contemporáneas y al dominio mercantil del futuro, como lo son el
petróleo y el dólar.
A los pocos años, París era un desencanto cultural
y político, sus libros fueron a parar a viejos galpones llenos de salitre y
desde allí, comenzó la guerra o batalla por el predominio militar y cultural.
Desde esta perspectiva, Luis XIV contribuía económicamente con sus embajadores
para dar a conocer las benevolencias de la vieja Europa, ya Estados Unidos
había comenzado su feroz lucha por controlar el paso por el Mediterráneo hasta
llegar a Mesopotamia, sin olvidar a los griegos, portavoces de una cultura
ancestral.
Francia ha sido un país sensible, como sentimental.
Ha sido manipulada y destruida bajo el prisma de una novela al comienzo y la
inteligencia del mundo de los imperios y anglosajón, luego. Solo basta leer sus
diarios y dimensionar el espectáculo, París ha sido mercantilizado a EEUU, como
Venezuela viene siendo colapsada económicamente por un grupo de socialistas
dogmáticos que se dicen pragmáticos y que nos venderán en Haití, República
Dominicana, Islas Caimán o la propia Cuba. Esto, ya se encuentra escrito.
El espectáculo político seguirá.
¿Es que Francia escapaba, a ojos de Huysmans, a
este proceso de mercantilización de la cultura, dominante en nuestros días? No,
desde luego. Más aún, por ser Francia la nación que, durante el siglo XIX,
mejor encarna las concepciones ideológicas, y consecuentemente políticas, de la
burguesía, Huysmans augura su decadencia, incluida la de su idioma, y la
sustitución de su papel por el protagonismo de un pueblo más joven, tocado de
los mismos “ideales”, con la fuerza vital para mantenerlo, mayor potencialidad
económica y militar, y una lengua entendida como un útil, más cómodo y
manejable para los objetivos que se persiguen.
De cualquier modo, ha habido que esperar algún
tiempo para que el augurio del escritor de culto se hiciera realidad, y la que
hasta entonces se consideraba la capital cultural del mundo, París, perdiera
esa condición, después de la segunda guerra mundial, en favor de Nueva York.
Ahora está ensangrentada de gente inocente, propiciada por un movimiento
terrorista cuyo gestor primario son los mismos estadounidenses, no hay excusas.
Allí esta Hussein, Gadafi, Arafat, Neruda, Allende y porque no, Chávez. Sus
tantos círculos o anillos, nunca lo cuidaron, el dardo norteamericano vino en su
momento dado, claro por la inteligencia norteamericana.
Este hecho, indisociable de la guerra, no es algo
aislado que afecte únicamente a dos ciudades, sino que redunda más
profundamente en la pérdida de hegemonía de Europa en favor de Estados Unidos.
Durante la segunda guerra mundial, algunos dirigentes políticos y ciertos
intelectuales europeos de ambos bandos fueron muy conscientes de este cambio
inevitable al que no vieron otra salida que resignarse y que, desde el lado
británico, no fue considerado como algo de lo que hubiera que lamentarse
especialmente.
Por lo que atañe a las lenguas, una vez perdido el
latín, que cohesiona lingüísticamente Europa durante la larga época medieval,
dos lenguas predominan en el mundo: el francés, lengua culta por excelencia,
que todavía conserva hoy en el terreno diplomático algo de esa hegemonía
perdida, y el inglés, dominante en los procelosos mares de las transacciones
comerciales del imperio británico. Junto a ellas, a finales del XVIII y
comienzos del XIX se produce un intento de hacer del alemán la lingua francade
lo que se llamó mittel-Europa, una nación espiritual que supo conciliar
con un peculiar talento los hechizos del desenraizamiento con la floración de
culturas minoritarias en el seno de un conjunto federado que modeló un cierto
modo de ser en común.
Para muy distintos atores franceses, la
aniquilación de la nobleza y la traición de la que sobrevivió a los ideales que
la constituyeron, unida a la que llevó a cabo respecto del pueblo la burguesía
ennoblecida por Napoleón y la Restauración posterior, está en la base de su
paulatina decadencia como nación. Este es, al menos, el modo de pensar de
Chateaubriand y de Stendhal, uno monárquico y el otro bonapartista: un país
que, en mayor medida que sus vecinos, especialmente los británicos, ha trocado
el genio cristiano de la libertad por seguridad e igualdad, por ventajas
económicas (Chateaubriand), incapaz de cualquier forma de heroísmo (Stendhal),
clausurado en sí mismo, engolfado en su hipotética grandeza y que, llegado el
momento, dará decididamente la espalda a Europa. Una nación enteramente
burguesa, cuya mejor expresión son las políticas “centristas”-cada uno a su
modo- de un Luis Felipe, o de un Napoleón III. No deja de ser llamativo que los
mejores escritores franceses del XIX y una parte del XX, los mismos
Chateaubriand y Stendhal, pero más aún Flaubert, Baudelaire, Rimbaud, el mismo
Mallarmé, Marcel Proust o Claudel, por citar algunos, rechacen esa democracia
burguesa en la que se asfixian, y se refugien en la literatura y el arte como
única patria posible. Y del mismo modo, resulta igualmente llamativo que, al
cabo de los años, la nación francesa se reconozca y ponga sus mejores títulos
de gloria en esos mismos escritores que fueran “a contracorriente” (à
rebours) de las ideas políticas dominantes, expulsados o automarginados del
secular izquierdismo parlamentario francés, y resultaran decididamente
“antimodernos”. Algo tiene que ver, de nuevo, el amor de Francia por su lengua
y las obras de ese “espíritu” que la encarnan.
El modelo dominante hoy en día en el mundo es, sin
duda, el primero, adoptado por lo que se llama el plan Bolonia, que liquida un
concepto de universidad –en este caso francés y germánico- como centro de
creación y transmisión de ciencia y cultura, exige la rentabilidad a corto y
medio plazo, la creación o adaptación de titulaciones enfocadas al mercado
laboral y, lamentablemente –los demás aspectos son discutibles en algún punto:
no hay ningún motivo para pensar que los ingenieros franceses o españoles sean
mejores que los británicos o los americanos-, aumenta el trabajo de gestión y
la burocracia en universidades y centros de investigación, sujetos, además, a
la búsqueda y consecución de fondos. Las grandes escuelas francesas han dejado
inalterada su estructura. Las universidades hicieron hace mucho su reforma, en
una dirección bastante parecida a la preconizada por Bolonia, y no ha costado
nada sustituir los dos años de la “maîtrise” (maestría) por la nueva
denominación de “máster” (aunque en el mundo universitario haya una queja
generalizada por la expulsión de materias “literarias” que ha conllevado
Bolonia). Lo que en Francia resulta inconcebible son las escuelas de negocios,
los MBA, y otros másteres impartidos por entidades privadas, de alto costo para
el alumnado, por entender que ello es tanto como comprar el derecho al trabajo.
Que yo tenga conocimiento, en toda Francia sólo existe un MBA, en
Fontainebleau, de titularidad mixta, estatal y privada.
Estados Unidos los invadió con su inteligencia y
conocimiento hasta llegar a preconizar, lo que hoy estamos viendo en sus
calles, por un movimiento que es su propio gestor originario y que algunos
bufones políticos que se dicen revolucionarios venezolanos y estuvieron en Francia quieren importar a
nombre del Legado de Chávez llamándolo socialdemocracia o socialismo
democrático, cuando nuestro socialismo es bolivariano.
Como ya he señalado, tras la segunda guerra
mundial, Nueva York desplaza a París como capital cultural del planeta, posición
que sigue manteniendo. El en el terreno de las artes plásticas, el MOMA,
mediante una serie de galerías interpuestas, fue controlando una buena parte
del mercado del arte e imponiendo sus criterios. Los desarrollos museísticos
contemporáneos y la aparición de grandes ferias de arte no han variado la
situación creada desde entonces; más bien han acentuado su carácter de mercado,
en el cual, hablar de valores objetivos o, en terminología económica, seguros,
como recientemente se ha demostrado, resulta de una solemne o engolada
estupidez. Lo mismo cabe decir de la industria musical o cinematográfica, donde
Estados Unidos sigue ocupando un puesto predominante, lo cual habla de una
encomiable dinamicidad al respecto que redunda naturalmente en su favor. Y aunque
la expresión “industria de la cultura” resulta hoy una obviedad ampliamente
participada, no por ello dejo de lamentar emplearla, pues, por más que ambas
actividades sean perfectamente legítimas en sí mismas, los objetivos de cada
una son de naturaleza muy distinta: el beneficio económico en un caso, y el
enriquecimiento de la percepción del mundo en otro. Unificarlas puede en algún
caso no resultar problemático, pero, habitualmente, tiende a fomentar el
eclecticismo, para algunos muy deseable, como actitud de pensamiento
generalizada, a lo que hay que añadir el hecho inevitable de que la función
termine por suplantar los contenidos.
Así, cuidado con el Estado Islámico en Europa,
Oriente Medio o Mesopotamia y a futuro Latinoamérica, son las mismas garras del
mundo norteamericano.
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